miércoles, 16 de agosto de 2017

El místico y el mundo

No se sube a la montaña para quedarse sentado en la cima. La bajada forma parte de la subida. Esto nos lo recordó Jesús cuando, después de la transfiguración en el monte [Tabor], no mandó construir tres cabañas, como era el deseo de sus discípulos, sino que les instigó a bajar. Una vez llegados al pie del monte, les informó de que tenía que ir a Jerusalén, donde tendría que sufrir. Resumiendo: una mística que se retira del mundo sería una pseudomística. Sería una regresión, mientras que la experiencia mística auténtica vuelve a conducir invariablemente de vuelta a la vida. Misticismo es vida cotidiana, pues la vida diaria es el lugar de encuentro del ser humano con la Realidad primera. Tan solo en el instante de la vida vivida tiene lugar la comunicación con Dios, para lo cual, en el arte religioso se inventó el símbolo de la mandorla.


La mandorla está formada por dos óvalos que se superponen: el ámbito de la personalidad humana y el de la transpersonalidad divina. En el arte románico se representa a Cristo en ambos óvalos; y en el budismo ocurre lo mismo con las representaciones de Shakyamuni Buda. Se conoce que la mandorla es más antigua que ambas religiones; representa la sobrenaturaleza y la naturaleza, lo divino y lo humano. Allí donde se superponen los dos óvalos se encuentra la “persona Dios”. Es el ámbito en el que ambos aspectos de la realidad coinciden. Así que en el misticismo no se trata de apartarse del mundo o de despreciar el mundo, sino de una forma completamente nueva de amor al mundo”.

La ola es el mar – Willigis Jäger


Y es así cómo el joven filósofo que se adentró en el Monte Athos buscando ser instruido en la oración hesicasta, volvió a su casa a petición de su mentor, el Padre Serafín:

“…le pidió que dejara Athos, que volviera a su casa y que viese allí lo que quedaba de esas bellas meditaciones hesicastas.

El joven se fue. Volvió a su país. Lo encontraron más delgado y no vieron nada espiritual en su barba, más bien sucia, ni en su aspecto más bien descuidado... Pero la vista de su ciudad no le hizo olvidar la enseñanza de su staretz.

Cuando estaba muy agobiado, sin nada de tiempo, se sentaba como una montaña en la terraza del café.

Cuando sentía en él orgullo o vanidad, se acordaba de la amapola (“toda flor se marchita”), y de nuevo su corazón se volvía hacia la luz que no pasa nunca.

Cuando la tristeza, la cólera, el disgusto, invadía su alma, respiraba profundamente, como un océano, volvía a tomar aliento en el soplo de Dios, invocaba su nombre y murmuraba: “Kyrie Eleison”.

Cuando veía el sufrimiento de los seres humanos, su maldad y su impotencia para cambiar nada, se acordaba de la meditación de Abraham.

Cuando le calumniaban, cuando decían de él todo tipo de infamias, era feliz meditando con Cristo...

Exteriormente era un hombre como los demás. No intentaba tener “aire de santo”... 

Había olvidado incluso que practicaba el método de oración hesicasta; simplemente intentaba amar a Dios en cada momento y caminar en su presencia”.

EL METODO DE ORACION HESICASTA,
según la enseñanza del padre Serafín del Monte Athos

domingo, 25 de junio de 2017

Un corazón ardiente.- Teófano el Recluso (1815-1894).


¿Cómo hicieron nuestros grandes ascetas, nuestros Padres y nuestros maestros para encender en sí mismos el espíritu de oración, y establecerse firmemente en la oración? Todo su objetivo era volver su corazón ardiente de amor solo por el Señor. Dios quiere el corazón, pues es en él que se encuentra la fuente de vida. Allí donde está el corazón, allí están la conciencia, la atención, el intelecto; allí se encuentra el alma toda entera. Cuando el corazón está en Dios, todo el hombre está en Dios y permanece constantemente ante él en adoración, en espíritu y en verdad.

Esto llega rápida y fácilmente en algunos, pues tal es la misericordia de Dios. El temor de Dios los ha penetrado profundamente, su conciencia ha sido estimulada con gran fuerza, y su celo rápidamente inflamado los ha puesto sobre el camino de la salvación, puros y sin tacha ante Dios. Su ardor por serle gratos ha llegado a ser en poco tiempo un fuego devorador. Se trata de las almas seráficas, ardientes, rápidas en sus movimientos, soberanamente activas.

En otros, por el contrario, todo se hace con lentitud. Tal vez ello proviene de una indolencia natural, o bien la intención de Dios a su respecto es diferente. Sus corazones no se calientan sino con lentitud. Tienen todos los hábitos de la piedad y sus vidas aparecen exteriormente santas; pero todo ello no es para mejor, pues su corazón está vacío de lo que debería tener. Esto no sucede sólo a los laicos, sino también a quienes viven en los monasterios e incluso a los eremitas.

Cómo encender en el corazón una llama continua


Ahora os explicaré cómo encender en vuestro corazón un continuo rogar de calor. Recordad cómo se puede producir el calor en el mundo físico: se frotan dos trozos de madera uno contra otro y el calor viene, luego el fuego; o bien se expone un objeto al sol: se calienta, y si se concentran suficientemente los rayos sobre él, terminará por inflamarse. De la misma manera se produce el calor espiritual. La fricción necesaria es la lucha y la tensión de la vida ascética; la exposición a los rayos del sol es la oración interior hecha a Dios.

El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético, pero este esfuerzo por sí solo no inflama fácilmente el corazón. Muchos obstáculos cierran el camino. Esa es la razón por la cual, hace tiempo, los hombres, deseando ser salvados y experimentados en la vida espiritual, deseando ser movidos por la inspiración divina y sin abandonar su combate ascético, descubrieron otro medio de calentar el corazón. Nos han transmitido su experiencia. Ese medio parece simple y fácil, pero de hecho, no es sin dificultades que se llega al fin. Ese recurso, para alcanzar nuestro fin, es la oración interior que dirigimos, de todo corazón, a nuestro Señor y Salvador. He aquí cómo se la debe practicar: permaneced con vuestro intelecto y vuestra atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y os escucha, y suplicadle con fervor: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. 

Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa, en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de vuestro corazón y se arraigará profundamente en él.

Cuando todo esto se hace con celo, sin negligencia ni omisión, el Señor mira a su servidor con misericordia y enciende un fuego en su corazón; ese fuego demuestra con certeza que la vida espiritual se ha despertado en lo más secreto de vuestro ser y que el Señor reina en vosotros.

El rasgo distintivo de ese estado, en el cual el Reino de Dios nos es revelado, o bien -lo que es igual- en el cual la llama espiritual arde incesantemente en el corazón, es que el ser todo entero se concentra en su vida interior. Toda la conciencia se recoge en el corazón y permanece allí en presencia de Dios. Esparcimos ante él todos nuestros sentimientos, nos posternamos en su presencia con un humilde arrepentimiento, listos para consagrar toda nuestra vida a su solo servicio. El alma permanece en ese estado día tras día, desde el despertar hasta el momento de acostarse; ello se continúa a través de las diversas actividades de la jornada, hasta que el sueño cierra nuestros ojos. Una vez que este orden se estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban nuestra vida en el pasado, cesan.

La impresión de insatisfacción y de frustración que nos turbaba antes de que esta llama espiritual fuera encendida en nuestro corazón, el vagabundaje del espíritu que debíamos soportar, todo ello cesa. La atmósfera del alma se aclara, se libera de nubes. Solo permanece un único pensamiento y un solo recuerdo, el pensamiento y el recuerdo de Dios. La claridad reina en nosotros y, en esta claridad, cada movimiento es necesario y apreciado según su valor en la luz espiritual que emana del Señor al que se contempla. Todo pensamiento malo, todo sentimiento malo que asalta el corazón, es perseguido victoriosamente desde su aparición. Si algo opuesto a Dios se desliza en nosotros a pesar nuestro, es rápidamente confesado con humildad al Señor, y lavado por el arrepentimiento interior o por la confesión exterior, de modo que la conciencia permanece siempre pura en presencia de Dios. En recompensa por toda esta lucha interior, obtenemos la audacia de aproximarnos a Dios en una oración que arde incesantemente en nuestro corazón. Ese calor constante de la oración es la verdadera respiración de esta vida, de tal modo que el progreso en nuestro peregrinaje espiritual se detiene cuando se extingue ese calor interior, igual que la vida del cuerpo se extingue cuando cesa la respiración natural.

Interioridad y calor del corazón


El mundo espiritual está abierto para aquél que vive en su interior. Permaneciendo en el interior de sí mismo, y contemplando ese otro mundo, se despierta poco a poco, un calor espiritual, que se hace sentir en el corazón y que nos incita a vivir en adelante en el interior y nos hace tomar conciencia cada vez más neta de la existencia de ese reino interior y espiritual. La vida espiritual madura bajo la acción recíproca de estas dos cosas: la interioridad y el calor del corazón. Aquél que vive en ese sentimiento interior de calor del corazón tiene su intelecto ligado y atado; pero el intelecto de aquél a quien falta ese calor, vagabundeará. Es por ello que, si se quiere vivir en el interior, se debe buscar ese calor del corazón; pero es necesario esforzarse también, mediante un intenso esfuerzo, por entrar y permanecer en el interior. He aquí por qué, aquél que busca permanecer recogido solamente en su cabeza, sin calor del corazón, trabaja en vano. Todo se dispersa en un instante.

Es necesario, pues, no sorprenderse si los hombres de ciencia, a pesar de todos sus conocimientos, pasan al lado de la verdad: ellos sólo trabajan con su cabeza.

El Arte de la Oración

martes, 6 de junio de 2017

Los signos del abrasamiento del espíritu.-Teófano el Recluso (1815-1894).


Felices en la esperanza, pacientes en la prueba, perseverantes en la oración” (Rom. 12:12). Tales son los signos del abrasamiento del espíritu. “Aquél que arde en espíritu trabaja con celo por el Señor. Espera de él la realización de sus esperanzas, supera las tentaciones que encuentra afrontando pacientemente sus ataques y llamando sin cesar en su ayuda a la gracia divina” (Ex Teodoreto). “Todas esas cosas sirven para mantener ese fuego, la llama del Espíritu” (San Juan Crisóstomo).

Felices en la esperanza”. Desde el primer momento del despertar del espíritu por la gracia, el pensamiento consciente del hombre, y sus aspiraciones, pasan de la criatura al Creador, de lo que es terrestre a lo que es celeste, de lo que es temporario a lo que es eterno. Es allí donde se encuentra su tesoro y allí también su corazón. No espera nada de aquí abajo, todas sus esperanzas están en el mundo por venir. Su corazón renuncia a todo lo que pertenece a este mundo, nada en él lo atrae ya, y él no espera ya ninguna alegría. Se regocija en los bienes que vendrán; ellos son los que espera firmemente poseer algún día. Este trasplante de los tesoros del hombre y de los deseos de su corazón, es uno de los rasgos esenciales del espíritu despierto y ardiente. Hace del hombre un peregrino que, sobre la tierra, busca su patria, la Jerusalén celeste. Tales deben ser las características de todos los cristianos que recibieron la gracia. Es por ello que el Apóstol prescribe también en otro lugar: “Si habéis resucitado con Cristo (es decir, si habéis sido despertados en el espíritu por la gracia de Cristo) buscad las cosas de lo alto, allí donde se encuentra Cristo, sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro afecto en las cosas de lo alto, no en las de la tierra, pues estáis muertos y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col. 3:1-3). El Apóstol quiere decir, aquí, que vosotros estáis muertos para todas las cosas terrestres, creadas, temporarias.

Soledad, oración, meditación


Rechazad todo lo que podría extinguir esa pequeña llama que comienza a arder en vosotros, y rodeaos de todo lo que pueda alimentarla y transformarla en un fuego ardiente. Permaneced en la soledad, orad, reflexionad en lo que debéis hacer. La regla de vida, la ocupación, el trabajo que habéis adoptado cuando os encontrabais en la búsqueda de la gracia, son también ayudas poderosas para desarrollar en vosotros la acción de la gracia que comienza ahora a hacerse sentir.

Lo que más necesitáis en vuestro estado actual es soledad, oración y meditación. Vuestra soledad debe ser más recogida, vuestra oración más profunda, vuestra meditación más intensa. 

El Arte de la Oración 

viernes, 2 de junio de 2017

Las dos Puertas del Corazón.- Louis-Claude de Saint-Martin (1.743-1.803)



 "No olvides que en el corazón del hombre hay dos puertas: una inferior, por la que puede dar al enemigo el acceso a la luz elemental, de la que no puede disfrutar más que por este medio; la otra es la superior, por la que puede dar al espíritu que se encierra en él el acceso a la luz Divina que sólo se puede comunicar aquí abajo mediante este canal. Si, en vez de abrir la puerta superior para consolar al amigo que está encerrado contigo en tu prisión, abres la puerta inferior y dejas que entre en ti tu adversario, te conviertes en un campo de batalla en el que tu amigo fiel, ya en inferioridad de condiciones por el amor que te tiene, queda expuesto unas veces a un combate cruel y otras a ataques desgarradores, cuando ve que te declaras también contra él, y está siempre en una situación lamentable por el horrible vecindario que le has proporcionado y por la desgraciada necesidad que tiene, por tu negligencia o por tus crímenes, de permanecer junto a su enemigo y al tuyo, encontrarse encerrado en el mismo recinto, ver todos los días cómo te corrompe con su infección y estar obligado a respirar sus influencias pestilentes.

Piensa, en cambio, lo que ocurriría si, después de haber dejado que entre en ti este enemigo de toda verdad, abrieses de inmediato la puerta superior de tu ser y fuese la propia verdad la que bajase a ella, siguiendo su vertiente natural. Apartemos la vista de este cuadro o, por lo menos, no lo contemplemos más de lo que sea útil y necesario para acumular en nosotros una fuerza mayor que la que nos quedase todavía, después de los perjuicios tan grandes que ya le hubiésemos producido a nuestro fiel amigo. Invoquemos esta fuerza superior para que venga a unirse a la de este amigo fiel y a la nuestra, para que este poder triple caiga como un rayo sobre el predador y el funesto enemigo que hemos dejado entrar en nosotros, para que les haga volver a sus abismos y cierre después de un modo seguro esta puerta inferior que jamás deberíamos haber abierto.

Ésa es, en realidad, la obra del hombre nuevo durante su permanencia en el desierto: conseguir de lo alto una llave poderosa para atar al enemigo en sus cavernas tenebrosas, separar lo puro de lo impuro, como se le había ordenado a los hebreos, devolver la respiración del aire celeste y Divino a este amigo fiel, a quien el primer hombre hace respirar continuamente un aire infecto desde el crimen. Finalmente, es su misión arrancar de las manos del enemigo las partes de los tesoros Divinos y las chispas de la propia verdad que en otras ocasiones le hemos dejado robar, cuando hemos abierto imprudentemente nuestra puerta superior, si tomar la precaución de ahuyentar al enemigo a sus abismos y cerrarle con cuidado la puerta inferior.

Ésa es la labor que nos queda por cumplir desde que la debilidad del hombre primitivo dejó que entrase la iniquidad en nuestros dominios. Cuando él comió del árbol de la ciencia del bien y del mal, juntó, uno al lado del otro, a su ser que habitaba en la luz y a su adversario que moraba en las tinieblas. Ésta era la reunión monstruosa que quería impedir la sabiduría Divina, advirtiéndole que no comiese de este árbol de la ciencia del bien y del mal, que habría de darle la muerte. Lo que tenemos que hacer nosotros ahora es la ruptura de esa asociación, si queremos estar en condiciones de comer los frutos del árbol de la vida, sin cometer la más abominable de las profanaciones.

Lo repito: este último cuadro sería demasiado lamentable y demasiado desesperante para los que no tuviesen todavía los ojos, la edad y la fuerza del hombre nuevo, y no podrían considerar, sin peligro, las horribles prostituciones a que han estado expuestos los frutos del árbol de la vida, por la iniquidad de los mortales; pero el hombre nuevo se dedica especialmente a la expiación y la abolición de estas prostituciones. Por eso es por lo que no puede tener ni un solo momento de descanso, ya que el enemigo no sólo se defiende en todo momento, por miedo a volver a los abismos, sino que, por el contrario, siempre que puede, procura que le abran la puerta superior del corazón del hombre, para multiplicar cada vez más las abominaciones que acaban inundando la tierra, lo mismo que la inundaron antes del diluvio".

El Hombre Nuevo, 33

martes, 11 de abril de 2017

"Es necesario que yo me vaya" (Jn 16:17).- El Libro de la Orientación Particular, Anónimo del siglo XIV


En la vida de Cristo tenemos una poderosa ilustración de todo cuanto he intentado decir. Aunque no hubiera habido mayor perfección en esta vida que verle y amarle en su humanidad, no creo que hubiera ascendido a los cielos mientras perdurase este siglo, ni que retirara su presencia física de sus amigos de la tierra que tanto le amaban. Pero una más alta perfección era posible al hombre en esta vida: la experiencia puramente espiritual de amarle en su Divinidad. Por esta razón dijo a sus discípulos que estaban poco dispuestos a dejar su presencia física (lo mismo que tú estás poco dispuesto a dejar las reflexiones especulativas de tus sutiles y sabias facultades), que para su propio bien debía apartar su presencia física de ellos. Les dijo: «Es necesario que yo me vaya», dando a entender: «Es necesario para vosotros que yo me separe físicamente de vosotros». El santo doctor de la Iglesia, san Agustín, comentando estas palabras dice: «Si la forma de su humanidad no se hubiera quitado de sus ojos, el amor hacia él en su Divinidad nunca hubiera penetrado en sus ojos espirituales». Y por eso te digo que en cierto momento es necesario abandonar la meditación discursiva y aprender a gustar algo de esa profunda y espiritual experiencia del amor de Dios.

Abandonado a la gracia de Dios que te conducirá y te guiará, podrás llegar a esta honda experiencia de su amor siguiendo la senda que he trazado ante ti en estas páginas. Ello exige que tú te esfuerces siempre más y más por llegar a la conciencia desnuda de tu yo, ofreciendo constantemente tu ser a Dios como tu más preciado don. Pero te recuerdo una vez más: fíjate en que esté desnudo, no sea que caigas en el error. Cuanto más desnuda sea esta conciencia, más terriblemente doloroso te será al principio permanecer en ella cualquier duración de tiempo, ya que, como he explicado, tus facultades no encontrarán en ella alimento para sí mismas. Pero no hay daño en esto; de hecho, estoy complacido realmente. Sigue adelante. Déjalas que ayunen un poco de su natural deleite en conocer. Con razón se ha dicho que el hombre, por naturaleza, desea conocer. Pero, al mismo tiempo, es también verdad que ningún conocimiento natural o adquirido le llevará a gustar la experiencia espiritual de Dios, pues es un puro don de la gracia. Por eso te insto; ve en pos de la experiencia más que del conocimiento. Con respecto al orgullo, el conocimiento puede engañarte con frecuencia, pero este afecto delicado y dulce no te engañará. El conocimiento tiende a fomentar el engreimiento, pero el amor construye. El conocimiento está lleno de trabajo, pero el amor es quietud.

Quizá puedas decir: «¿Quietud? ¿De qué estará hablando? Todo lo que siento es zozobra y dolor, no descanso. Cuando intento seguir este consejo, el sufrimiento y la lucha me salen al encuentro por todos lados. Por un lado, mis facultades me azuzan a dejar esta obra, y yo no quiero; por otro, anhelo perder la experiencia de mí mismo y experimentar sólo a Dios, y no puedo. La lucha y el dolor me asaltan por todas partes. ¿Cómo puede hablar de descanso? Si esto es descanso, raro descanso es».

Mi respuesta es sencilla. Encuentras esta actividad difícil porque no estás acostumbrado a ella. Si estuvieras acostumbrado y comprendieras su valor, no la abandonarías por todos los goces materiales del mundo. Sí, lo sé, es difícil y trabajosa. Pero a pesar de ello, la llamo descanso porque tu espíritu descansa en una libertad alejada de toda duda y ansiedad acerca de lo que ha de hacer; y porque durante el tiempo real de la oración está seguro en el conocimiento de que no errará mayormente.

Así, pues, persevera en ella con humildad y gran deseo, ya que es una obra que comienza aquí en la tierra y que seguirá en la eternidad sin fin. Pido que Jesús todopoderoso te lleve a ti y a todos los que ha redimido con su preciosa sangre a su gloria. Amén.
23 y 24

lunes, 3 de abril de 2017

Cruzando el "océano espiritual" entre la carne y el espíritu.- El Libro de la Orientación Particular, Anónimo del siglo XIV


Aprenderás a darte cuenta de que todo lo que he escrito sobre estas dos señales y sus maravillosos efectos es cierto. Y sin embargo, después de que hayas experimentado alguno de ellos, o quizá todos, llegará un día en que desaparezcan, dejándote, como si dijéramos, árido, o, en tu opinión, peor que árido. Habrá desaparecido tu nuevo fervor pero también tu habilidad para meditar como habías hecho durante tanto tiempo anteriormente. ¿Qué hacer entonces? Sentirás como si hubieras caído en alguna parte entre dos caminos sin tener ninguno, pero intentando agarrarte a los dos. Y así será, pero no te desanimes demasiado. Súfrelo humildemente y espera con paciencia para que nuestro Señor obre como quiera. Pues ahora te encuentras en lo que yo llamaría una especie de océano espiritual, en viaje desde la vida de la carne hasta la vida en el espíritu.

Durante este viaje surgirán sin duda grandes tempestades y tentaciones, dejándote aturdido y sin saber a qué camino volverte para encontrar ayuda, pues tu afecto se sentirá privado tanto de tu gracia ordinaria como de tu gracia especial. Te repito: no temas. Aun cuando pienses que tienes grandes motivos para temer, no te angusties. Por el contrario, mantén en tu corazón una cordial confianza en nuestro Señor, o, en todo caso, haz lo que puedas según las circunstancias. Ciertamente, él no está lejos y quizá en cualquier momento se volverá hacia ti tocándote más intensamente que en el pasado con una reavivación de la gracia contemplativa. Entonces, mientras dura, sentirás que estás curado y que todo va bien. Pero, cuando menos lo esperes, se irá de nuevo, y otra vez te sentirás abandonado en tu barco, de acá para allá, sin saber dónde. Vendrá a su propia hora. Con fuerza y más maravillosamente que antes vendrá en tu ayuda y aliviará tu angustia. Volverá tantas veces como se vaya.

Y si aguantas virilmente todo esto con amor dócil, cada venida será más maravillosa y más gozosa que la última. Recuerda que todo lo que hace, lo hace con una intención sabia; quiere que llegues a ser tan dúctil espiritualmente y tan moldeado a su voluntad como un fino guante de cabritilla a tu mano.

Y así, unas veces irá y otras vendrá, de manera que tanto con su presencia como con su ausencia pueda prepararte, educarte e introducirte en las profundidades secretas de tu espíritu para esta obra. En la ausencia de todo entusiasmo te enseñará el significado real de la paciencia. Desaparecido tu entusiasmo, podrás pensar que le has perdido también a él, pero no es así; sólo quiere enseñarte la paciencia. Mas no te equivoques sobre esto; Dios puede a veces retirar las suaves emociones, el entusiasmo gozoso y los ardientes deseos, pero nunca retira su gracia de los que ha elegido, excepto en caso de pecado mortal. Estoy seguro de ello. Por lo demás, las emociones, el entusiasmo y los deseos no son en sí mismos gracia, sino regalos de la gracia. Y estos los puede retirar con frecuencia, unas veces para fortalecer nuestra paciencia; otras, por otras razones, pero siempre para nuestro bien espiritual, aunque quizá nunca lo entendamos.

Debemos recordar que la gracia, en sí misma, es tan alta, tan pura y tan espiritual que nuestros sentidos y emociones son de hecho incapaces de experimentarla. El fervor sensible que experimentan son los regalos de la gracia, no la gracia misma.

Estos los retirará el Señor de vez en cuando para ahondar y madurar nuestra paciencia. También lo hace por otras razones, pero no entraré ahora en ellas. Sigamos más bien con nuestro tema.

Aunque puedas llamar a las delicias del fervor sensible la llegada del Señor, estrictamente hablando no es así. Nuestro Señor alimenta y fortalece tu espíritu por la excelencia, la frecuencia y la hondura de estos favores, que a veces acompañan a la gracia a fin de que puedas vivir perseverantemente en su amor y servicio. Pero él obra en dos sentidos. Por un lado aprendes la paciencia en su ausencia, y por otro te robusteces con el alimento generoso y vivificador que te proporcionan con su venida. Nuestro Señor te modela así por medio de ambos, hasta hacerte gozosamente dócil y tan suavemente plegable que pueda conducirte finalmente a la perfección espiritual y a la unión con su voluntad, que es el amor perfecto. Entonces estarás tan dispuesto y a punto para abandonar todo sentimiento de consuelo cuando él lo considere mejor, como a gozarlos sin cesar.

En este tiempo de sufrimiento, además, tu amor se hace casto y perfecto. Entonces podrás ver a tu Señor y su amor, y te convertirás en una sola cosa con él por su amor, experimentándole desnudamente en el ápice soberano de tu espíritu. Aquí, totalmente despojado del yo y vestido de nada más que de él, le experimentarás tal cual es, desnudo de todos los adornos de los deleites sensibles, aunque sean los placeres más suaves y sublimes de la tierra. Esta experiencia será ciega, como ha de ser en esta vida; sin embargo, con la pureza de un corazón indiviso, totalmente alejado de la ilusión y del error propio del hombre mortal, percibirás y sentirás que es él realmente y sin lugar a engaño.

La mente, finalmente, que ve y experimenta a Dios tal cual es en su desnuda realidad, no está más separada de él de lo que lo está de su propio ser, que, como sabemos, es uno en esencia y naturaleza. Pues así como Dios es uno con su ser, pues son una y la misma cosa por naturaleza, de la misma manera, el espíritu que ve y experimenta a Dios es uno con aquel a quien ve y experimenta, porque se han convertido los dos en uno por gracia.
20 y 21

domingo, 2 de abril de 2017

Signos y pruebas del despertar contemplativo.- El Libro de la Orientación Particular, Anónimo del siglo XIV


Después de todo lo que he dicho sobre las dos vocaciones a la vida de gracia, veo que surge una pregunta en tu mente. Quizá estés pensando algo parecido a esto:

«Dime, por favor, ¿hay uno o más signos que me ayuden a discernir este creciente deseo que siento por la oración contemplativa, y este embriagador entusiasmo que se apodera de mí siempre que oigo hablar o leo sobre él? ¿Es Dios realmente el que me llama a través de ellos a una vida más intensa de gracia tal como la has descrito en este libro, o es que los da como un simple alimento y fuerza para mi espíritu, de forma que pueda esperar sosegadamente y trabajar en esa gracia ordinaria que tú llamas la puerta y la entrada común para todos los cristianos?».

Contestaré lo mejor que pueda.

Ante todo, advertirás que te he dado dos clases de pruebas para discernir si Dios te llama o no espiritualmente a la contemplación. Una era interior y la otra exterior. Mi convicción es que para discernir un llamamiento a la contemplación, ninguna de las dos, por sí sola, es prueba suficiente. Han de ir juntas, indicando las dos la misma cosa, antes de que puedas confiar en ellas sin miedo de equivocarte.

La señal interior es ese deseo creciente por la contemplación que se mete constantemente en tus devociones diarias. Y puedo decirte además lo siguiente sobre este deseo. Es un ciego anhelo del espíritu y, sin embargo, viene acompañado de una especie de visión espiritual que persiste después de él, y que renueva el deseo y lo acrecienta. (Llamo ciego a este deseo, porque semeja la facultad de moción del cuerpo como en el tacto o al andar, que como tú sabes no se dirige directamente a sí mismo y es, por tanto, en cierto sentido, ciego). Así, pues, observa cuidadosamente tus devociones diarias y fíjate en lo que sucede. Si están llenas del recuerdo de tus propios pecados, de consideraciones de la Pasión de Cristo o de otra cosa cualquiera perteneciente a la forma ordinaria de oración cristiana que he descrito anteriormente, has de saber que la intuición espiritual que acompaña y sigue a este ciego deseo es fruto de la gracia ordinaria. Y esta es una señal segura de que Dios todavía no te mueve ni te llama a una vida más intensa de gracia. Te da, más bien, este deseo como alimento y fuerza para seguir esperando tranquilamente y actuando con la gracia ordinaria.

La segunda señal es exterior y se manifiesta como un entusiasmo gozoso que mana desde tu interior, siempre que oyes o lees sobre contemplación. La llamo exterior, porque se origina fuera de ti y entra en tu mente a través de las ventanas de tus sentidos corporales (tus ojos y tus oídos), cuando lees. Por lo que respecta al discernimiento de esta señal, fíjate en si persiste este gozoso entusiasmo, quedando contigo cuando has dejado tu lectura. Si desaparece inmediatamente o poco después y no te persigue en todo lo que haces, sábete que no es un toque especial de la gracia. Si no está contigo cuando vas a dormir y al levantarte, y si no va delante de ti, introduciéndose en todo lo que haces, encendiendo y robando tu deseo, no es la llamada de Dios a una vida más intensa de gracia, más allá de lo que llamo la puerta común y la entrada para todos los cristianos. En mi opinión, su misma transitoriedad demuestra que es simplemente la alegría natural que todo cristiano siente cuando lee u oye sobre la verdad y más especialmente una verdad como esta, que tan profunda y sutilmente habla de Dios y de la perfección del espíritu humano.

Pero si el gozoso entusiasmo que se apodera de ti cuando lees u oyes sobre la contemplación es realmente el toque de Dios que te llama a una vida más alta de gracia, notarás efectos muy diferentes. Será tan abundante que te acompañará al lecho por la noche y se levantará contigo por la mañana. Te seguirá a través del día en todo lo que hagas, penetrando en tus devociones diarias como una barrera entre ellas y tú.

Parecerá además que se presenta simultáneamente con ese ciego deseo que, mientras tanto, sigue creciendo silenciosamente en intensidad. El entusiasmo y el deseo pueden parecer ser parte uno de otro. Tanto es así, que llegarás a pensar que es solamente un deseo lo que tú sientes, aunque dudarás en decir qué es precisamente lo que estás deseando.

Tu personalidad quedará totalmente transformada, tu porte irradiará una belleza interior, y mientras lo sientas nada te entristecerá. Correrías mil kilómetros para hablar con otro del que supieras que efectivamente también lo siente, y, sin embargo, al llegar allí, te encontrarías sin palabras. Que otros digan lo que quieran, tu única alegría sería hablar de ello. Tus palabras serán pocas, pero tan fructuosas y tan llenas de fuego que lo poco que dices llenará al mundo de sabiduría (aunque parezca tontería a los que todavía son incapaces de trascender los límites de la razón). Tu silencio será pacífico, tu conversación provechosa y tu oración secreta en las profundidades de tu ser. Tu autoestima será natural y no estará estropeada por el engaño, tu comportamiento con los demás será cortés y tu risa alegre, como quien goza de todo con la alegría de un niño. Con qué ansia amarás el sentarte aparte, sabedor de que otros, que no comparten tu deseo y atracción, sólo te molestarían. Habrá desaparecido todo deseo de leer y escuchar libros, pues tu único deseo será oír hablar de la contemplación.

Así el deseo creciente de contemplación y el gozoso entusiasmo que te embarga cuando oyes o lees sobre ella se dan la mano y se hacen uno. Cuando estas dos señales (una interior y otra exterior) están de acuerdo, puedes confiar en ellas como prueba de que Dios te llama a entrar dentro y a comenzar una vida más intensa de gracia.

18-19

jueves, 30 de marzo de 2017

Sólo Dios es el Agente principal en la contemplación.- El Libro de la Orientación Particular, Anónimo del siglo XIV


Consagro este capítulo a refutar la ignorante presunción de ciertas personas que insisten en que el hombre es el agente principal en todo, incluso en la contemplación. Confiando demasiado en su natural sabiduría y en la teología especulativa, afirman que Dios es el que consiente pasivamente, incluso en esta actividad. Pero quiero que entiendas que en lo que respecta a la contemplación, ocurre todo lo contrario. Dios solo es el agente principal aquí, y no quiere actuar en nadie que no haya dado de mano todo ejercicio de su entendimiento natural entretenido en una especulación inteligente.

No obstante, en toda obra buena, el hombre actúa en colaboración con Dios, sirviéndose de su natural ingenio y conocimiento para su mayor bien. Dios es también aquí totalmente activo, pero aplicando, por decirlo así, una medida diferente. Aquí permite la acción del hombre y la asiste a través de los medios secundarios: la luz de la Escritura, la orientación fiable y los dictados del sentido común que incluyen las exigencias del propio estado, de la edad y las circunstancias de la vida. De hecho, en todas las actividades ordinarias el hombre nunca debe seguir una inspiración, aunque sea piadosa o atractiva, hasta no haberla examinado racionalmente a la luz de estos tres testigos.

Es razonable, ciertamente, esperar a que un hombre sea capaz de actuar responsablemente. [...] 

Así, en todas las actividades ordinarias el ingenio natural y los conocimientos del hombre (dirigidos por la Escritura, el buen consejo y el sentido común) toman iniciativas responsables, mientras Dios con su gracia permite y asiste en todos los asuntos pertenecientes al ámbito de la sabiduría humana. Pero en lo que respecta a la contemplación, ha de rechazarse incluso la más refinada sabiduría humana. Pues aquí Dios solo es el agente principal y él solo toma la iniciativa, mientras que el hombre consiente y sufre su acción divina.

Esta es, pues, mi manera de entender las palabras del Evangelio: «Sin mí, no podéis hacer nada». Significan una cosa en todas las actividades ordinarias y otra completamente diferente en la contemplación. Todas las obras activas (agraden a Dios o no) están hechas con Dios, pero su parte consiste, como si dijéramos, en consentirlas y permitirlas. En la obra contemplativa, sin embargo, la iniciativa le pertenece a él solo, y sólo pide que el hombre consienta y sufra su acción. Puedes tomar esto como principio general: «No podemos hacer nada sin él; nada bueno ni nada malo; nada activo ni nada contemplativo».

Antes de dejar este punto, añadiré que Dios está con nosotros también en el pecado, no porque coopere en nuestro pecado, pues no coopera, sino porque nos permite pecar si es que optamos por ello. Sí, nos deja tan libres que podemos ir a la condenación si, al final, optamos por esto en vez de por un sincero arrepentimiento.

En nuestras buenas acciones hace algo más que simplemente permitir nuestra acción. Nos asiste realmente; para gran mérito nuestro si avanzamos, si bien para vergüenza nuestra si retrocedemos. Y por lo que se refiere a la contemplación, él toma la iniciativa completa, primero para despertarnos, y después, como maestro artesano, para trabajar en nosotros conduciéndonos a la más alta perfección, uniéndonos espiritualmente a él en un amor consumado.

Y así, cuando nuestro Señor dice: «Sin mí, no podéis hacer nada», habla a todos, ya que todos en la tierra caen en uno de estos tres grupos: pecadores, activos o contemplativos. En los pecadores está activamente presente, permitiéndoles obrar como quieren; en los activos está presente, permitiendo y asistiendo, y en los contemplativos, como único dueño, despertándolos y conduciéndolos en esta obra divina.

¡Ay! He empleado muchas palabras y he dicho muy poco. Pero quería que entendieras cuándo has de usar tus facultades y cuándo no. Quería que vieras cómo actúa Dios en ti cuando usas tus facultades y cuando no. Creí que esto era importante porque este conocimiento podría prevenirte de caer en ciertas decepciones que de otra manera podrían enredarte. Y ya que está escrito, dejémoslo así, aun cuando no tiene mayor importancia para nuestro tema. 
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miércoles, 29 de marzo de 2017

A la puerta de la morada del espíritu.- El Libro de la Orientación Particular, Anónimo del siglo XIV

“Porque estrecha es la puerta
 y angosto el camino que lleva a la Vida
y pocos son los que la hallan…”

(Mat 7:14) 

Dime ahora, ¿sigues todavía esperando que tus facultades te ayuden a alcanzar la contemplación? Créeme, ciertamente no ocurrirá así. Las meditaciones imaginativas y especulativas, por sí mismas, nunca te llevarán al amor contemplativo. Por muy extraordinarias, sutiles, hermosas o profundas que sean, y aunque se centren en tus pecados, en la Pasión de Cristo, los gozos de nuestra Señora o de los santos y ángeles del cielo; o en las cualidades, sutilezas y estados de tu ser o del de Dios, son inútiles en la oración contemplativa. Por mi parte prefiero no tener nada más que esa pura y oscura percepción de mi yo de la que te hablé arriba.

Fíjate en que he dicho de mi yo y no de mis actividades. Muchas personas confunden sus actividades con ellos mismos, creyendo que son lo mismo. Pero no es así. El agente es una cosa y sus obras son otra. De la misma manera, Dios, tal como es en sí mismo, es totalmente diferente de sus obras, que son también algo distinto.

Pero, volviendo a mi punto, llegar a la simple conciencia de mi ser es todo lo que deseo, aun cuando ello suponga el peso doloroso del yo y rompa mi corazón con lágrimas, porque sólo experimento mi yo y no a Dios. Prefiero esto con su consiguiente dolor a todos esos sutiles y raros pensamientos e ideas de que el hombre puede hablar o que puede encontrar en los libros, por muy sublimes y agradables que puedan parecer a tu aguda y sofisticada mente. Porque este sufrimiento me inflamará con el deseo amoroso de experimentar a Dios tal cual es.

A pesar de todo, estas meditaciones tienen su lugar y su valor. Un pecador recién convertido y que acaba de comenzar a orar, encontrará en ellas el camino más seguro para el conocimiento espiritual de sí mismo y de Dios. Creo, además, aparte la especial intervención de Dios, que es humanamente imposible para un pecador llegar al reposo pacífico en la experiencia espiritual de sí mismo, hasta no haber ejercitado primero su imaginación y razón en el aprecio de su propio potencial humano, así como en las multiformes obras de Dios, y hasta que no haya aprendido a llorar su pecado y a encontrar su gozo en el bien obrar. Créeme, quien no siga este camino se extraviará. En este caso uno ha de permanecer fuera de la contemplación, ocupado en la meditación discursiva, aun cuando preferiría entrar en el reposo contemplativo que está por encima de ella. Muchos creen erróneamente que han penetrado por la puerta espiritual, cuando, en realidad, siguen todavía fuera. Y lo que es más, permanecerán fuera hasta que no aprendan a buscar la puerta con un amor humilde. Algunos encuentran la puerta y entran antes que otros, no porque posean una entrada especial o un mérito extraordinario, sino simplemente porque el portero les deja entrar.
  
¡Y qué delicioso lugar es esta morada del espíritu! Aquí el mismo Señor no sólo es portero sino también la puerta. Como Dios, es el portero; como hombre, es la puerta. Por eso dice en el Evangelio:

Yo soy la puerta de las ovejas,
si uno entra por mí, estará a salvo;
entrará y saldrá y encontrará pasto.
El que no entra por la puerta
en el redil de las ovejas,
sino que sube por otro lado,
es un ladrón y un salteador.

En el contexto de todo lo que venimos diciendo sobre la contemplación, puedes entender las palabras de nuestro Señor como sigue: «En cuanto Dios, yo soy el portero todopoderoso y por lo mismo, a mí me pertenece determinar quién puede entrar y cómo. Pero preferí prepararle un camino claro y común al rebaño, abierto a todo aquel que quiera venir. Por eso me revestí de una naturaleza humana ordinaria, poniéndome totalmente a disposición de todos, de manera que nadie pudiera excusarse de venir porque no conociera el camino. En mi humanidad, yo soy la puerta, y quien entra por medio de mí será salvo».

Los que deseen entrar por la puerta comenzarán meditando la Pasión de Cristo y aprenderán a llorar sus pecados personales, que motivaron esa Pasión. Que se reprueben a sí mismos arrepintiéndose sinceramente y se muevan a compasión y piedad por su buen maestro, pues habiéndolo merecido ellos, no han sufrido, mientras que él, no mereciéndolo, sufrió tan lastimosamente. Y que levanten sus corazones a recibir el amor y la bondad de su Dios, que prefirió descender tan bajo como para hacerse hombre mortal. Todo el que hace esto entra por la puerta y será salvo. Sea que entre, contemplando el amor y la bondad de la Divinidad, o que salga, meditando los sufrimientos de su humanidad, encontrará pastos espirituales de devoción en abundancia. Sí, y aunque no avance más en esta vida, tendrá mucha devoción, muchísima, para fomentar la salud de su espíritu y llevarle a la salvación.

Algunos, no obstante, rehusarán entrar por esta puerta, pensando llegar a la perfección por otros medios. Tratarán de atravesar la puerta con toda suerte de sabias especulaciones, entregando sus no refrenadas e indisciplinadas facultades a extrañas y exóticas fantasías, con desprecio de la entrada común abierta a todos, de la que hablé más arriba, así como de la guía segura de un padre espiritual. Tal persona (y no me importa quién sea) no sólo es un ladrón nocturno sino un vagabundo de día. Es un ladrón nocturno, porque opera en la oscuridad del pecado. Lleno de presunción, confía en sus ideas y antojos personales más que en el consejo seguro o en la seguridad de esa senda clara y común que he descrito. Es un vagabundo de día, porque disfrazado de una auténtica vida espiritual roba secretamente y se arroga los signos externos y las expresiones de un verdadero contemplativo, mientras que en su vida interior no produce ninguno de sus frutos. También, ocasionalmente, este joven puede sentir una ligera inclinación hacia la unión con Dios, y, cegado por esto, lo toma como una aprobación de lo que hace. En realidad, cediendo a sus deseos incontrolados y rehusando el consejo, se encuentra en una pendiente peligrosísima. Su peligro es todavía mayor al ambicionar cosas que están muy por encima de él y fuera de la senda ordinaria y clara de la vida cristiana. Ya expliqué esta senda a la luz de las palabras de Cristo, al mostrar el lugar y la necesidad de la meditación. La llamé la puerta de la devoción, y te aseguro que es la entrada más segura para la contemplación en esta vida.

Pero volvamos a nuestro tema, que te concierne a ti personalmente y a cuantos compartan tus disposiciones.  

Dime ahora, si Cristo es la puerta, ¿qué deberá hacer el hombre una vez la ha encontrado? ¿Deberá permanecer allí a la espera sin entrar? Contestando en tu lugar, te digo: sí, esto es exactamente lo que debe hacer. Hace bien en seguir estando a la puerta, pues hasta ahora ha vivido una existencia ruda según la carne, y su espíritu se halla corroído por una gran herrumbre. Es justo que espere a la puerta hasta que su conciencia y su padre espiritual estén de acuerdo en que este orín ha sido totalmente quitado. Pero, sobre todo, ha de aprender a ser sensible al Espíritu que le guía secretamente en lo profundo de su corazón y a esperar hasta que el Espíritu mismo le mueva y le llame desde dentro. Esta secreta invitación del Espíritu de Dios es el signo más inmediato y cierto de que Dios llama y mueve a una persona a una vida más alta de gracia en la contemplación.

Pues puede suceder que un hombre lea u oiga sobre la contemplación y sienta incesantemente en sus devociones ordinarias un suave deseo de unirse más íntimamente a Dios, incluso en esta vida, a través de la obra espiritual sobre la que ha leído u oído. Esto indica, ciertamente, que la gracia le está tocando, pues otros oirán o leerán la misma cosa, permaneciendo totalmente inmóviles, sin experimentar deseo especial alguno por ella en sus devociones ordinarias. Estas personas hacen bien en seguir pacientemente a la puerta, como llamados a la salvación pero no aún a su perfección.

Permítaseme a estas alturas una leve digresión para advertirte (y a cualquiera que pueda leer esto) una cosa en particular. Es algo aplicable en todo caso, pero especialmente aquí, donde hago una distinción entre los llamados a la salvación y los llamados a su perfección. Que te sientas llamado a una u otra carece de importancia. Lo que es importante es que atiendas a tu propia llamada y no discutas o juzgues los designios de Dios en la vida de los otros. No te mezcles en sus asuntos: de a quién mueve y llama, y a quién no; de cuándo llama, si pronto o tarde; o de por qué llama a uno y no a otro. Créeme, si te metes a juzgar todo esto que atañe a otras personas, pronto caerás en el error. Presta atención a lo que digo y trata de captar su impor-tancia. Si te llama, alábale y pídele que puedas responder perfectamente a su gracia. Si no te ha llamado todavía, pídele humildemente que lo haga a su debido tiempo. Pero no te atrevas a decirle lo que ha de hacer. Déjale solo. Es poderoso, sabio y lleno de deseo de hacer lo mejor para ti y para todos los que le aman.

Vive en paz en tu propia vocación. Sea que estés esperando fuera en la meditación o entres dentro por la contemplación, no tienes motivo para quejarte; las dos vocaciones son preciosas. La primera es buena y necesaria para todos, aunque la segunda es mejor. Agárrate a ella, pues, si puedes; o mejor dicho, si la gracia te agarra y escuchas la llamada del Señor. Sí, te hablo con toda verdad al decirte esto. Pues abandonados a nosotros mismos podemos caer en forzar orgullosamente la contemplación, lo cual sólo nos lleva a tropezar al final. Sin él, además, es demasiado esfuerzo perdido. Recuerda lo que dice: «Sin mí no podéis hacer nada». Es como si dijera: «Si no os muevo y atraigo yo primero y vosotros no respondéis consintiendo y sufriendo mi acción, nada de lo que hagáis me agradará por completo». Y ya sabes desde ahora que la obra contemplativa que he descrito, por su misma naturaleza, ha de agradar enteramente a Dios.
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