En la vida de Cristo tenemos una poderosa
ilustración de todo cuanto he intentado decir. Aunque no hubiera habido mayor
perfección en esta vida que verle y amarle en su humanidad, no creo que hubiera
ascendido a los cielos mientras perdurase este siglo, ni que retirara su
presencia física de sus amigos de la tierra que tanto le amaban. Pero una más
alta perfección era posible al hombre en esta vida: la experiencia puramente
espiritual de amarle en su Divinidad. Por esta razón dijo a sus discípulos que
estaban poco dispuestos a dejar su presencia física (lo mismo que tú estás poco
dispuesto a dejar las reflexiones especulativas de tus sutiles y sabias
facultades), que para su propio bien debía apartar su presencia física de
ellos. Les dijo: «Es necesario que yo me vaya», dando a entender: «Es necesario
para vosotros que yo me separe físicamente de vosotros». El santo doctor de la
Iglesia, san Agustín, comentando estas palabras dice: «Si la forma de su
humanidad no se hubiera quitado de sus ojos, el amor hacia él en su Divinidad
nunca hubiera penetrado en sus ojos espirituales». Y por eso te digo que en
cierto momento es necesario abandonar la meditación discursiva y aprender a
gustar algo de esa profunda y espiritual experiencia del amor de Dios.
Abandonado a la gracia
de Dios que te conducirá y te guiará, podrás llegar a esta honda experiencia de
su amor siguiendo la senda que he trazado ante ti en estas páginas. Ello exige
que tú te esfuerces siempre más y más por llegar a la conciencia desnuda de tu
yo, ofreciendo constantemente tu ser a Dios como tu más preciado don. Pero te
recuerdo una vez más: fíjate en que esté desnudo, no sea que caigas en el
error. Cuanto más desnuda sea esta conciencia, más terriblemente doloroso te
será al principio permanecer en ella cualquier duración de tiempo, ya que, como
he explicado, tus facultades no encontrarán en ella alimento para sí mismas.
Pero no hay daño en esto; de hecho, estoy complacido realmente. Sigue adelante.
Déjalas que ayunen un poco de su natural deleite en conocer. Con razón se ha
dicho que el hombre, por naturaleza, desea conocer. Pero, al mismo tiempo, es
también verdad que ningún conocimiento natural o adquirido le llevará a gustar
la experiencia espiritual de Dios, pues es un puro don de la gracia. Por eso te
insto; ve en pos de la experiencia más que del conocimiento. Con respecto al
orgullo, el conocimiento puede engañarte con frecuencia, pero este afecto
delicado y dulce no te engañará. El conocimiento tiende a fomentar el
engreimiento, pero el amor construye. El conocimiento está lleno de trabajo,
pero el amor es quietud.
Quizá puedas decir:
«¿Quietud? ¿De qué estará hablando? Todo lo que siento es zozobra y dolor, no
descanso. Cuando intento seguir este consejo, el sufrimiento y la lucha me
salen al encuentro por todos lados. Por un lado, mis facultades me azuzan a
dejar esta obra, y yo no quiero; por otro, anhelo perder la experiencia de mí
mismo y experimentar sólo a Dios, y no puedo. La lucha y el dolor me asaltan
por todas partes. ¿Cómo puede hablar de descanso? Si esto es descanso, raro
descanso es».
Mi respuesta es
sencilla. Encuentras esta actividad difícil porque no estás acostumbrado a
ella. Si estuvieras acostumbrado y comprendieras su valor, no la abandonarías
por todos los goces materiales del mundo. Sí, lo sé, es difícil y trabajosa.
Pero a pesar de ello, la llamo descanso porque tu espíritu descansa en una
libertad alejada de toda duda y
ansiedad acerca de lo que ha de hacer; y porque durante el tiempo real de la
oración está seguro en el conocimiento de que no errará mayormente.
Así, pues, persevera en ella con humildad y
gran deseo, ya que es una obra que comienza aquí en la tierra y que seguirá en
la eternidad sin fin. Pido que Jesús todopoderoso te lleve a ti y a todos los
que ha redimido con su preciosa sangre a su gloria. Amén.
23 y 24