domingo, 25 de junio de 2017

Un corazón ardiente.- Teófano el Recluso (1815-1894).


¿Cómo hicieron nuestros grandes ascetas, nuestros Padres y nuestros maestros para encender en sí mismos el espíritu de oración, y establecerse firmemente en la oración? Todo su objetivo era volver su corazón ardiente de amor solo por el Señor. Dios quiere el corazón, pues es en él que se encuentra la fuente de vida. Allí donde está el corazón, allí están la conciencia, la atención, el intelecto; allí se encuentra el alma toda entera. Cuando el corazón está en Dios, todo el hombre está en Dios y permanece constantemente ante él en adoración, en espíritu y en verdad.

Esto llega rápida y fácilmente en algunos, pues tal es la misericordia de Dios. El temor de Dios los ha penetrado profundamente, su conciencia ha sido estimulada con gran fuerza, y su celo rápidamente inflamado los ha puesto sobre el camino de la salvación, puros y sin tacha ante Dios. Su ardor por serle gratos ha llegado a ser en poco tiempo un fuego devorador. Se trata de las almas seráficas, ardientes, rápidas en sus movimientos, soberanamente activas.

En otros, por el contrario, todo se hace con lentitud. Tal vez ello proviene de una indolencia natural, o bien la intención de Dios a su respecto es diferente. Sus corazones no se calientan sino con lentitud. Tienen todos los hábitos de la piedad y sus vidas aparecen exteriormente santas; pero todo ello no es para mejor, pues su corazón está vacío de lo que debería tener. Esto no sucede sólo a los laicos, sino también a quienes viven en los monasterios e incluso a los eremitas.

Cómo encender en el corazón una llama continua


Ahora os explicaré cómo encender en vuestro corazón un continuo rogar de calor. Recordad cómo se puede producir el calor en el mundo físico: se frotan dos trozos de madera uno contra otro y el calor viene, luego el fuego; o bien se expone un objeto al sol: se calienta, y si se concentran suficientemente los rayos sobre él, terminará por inflamarse. De la misma manera se produce el calor espiritual. La fricción necesaria es la lucha y la tensión de la vida ascética; la exposición a los rayos del sol es la oración interior hecha a Dios.

El fuego puede ser encendido en el corazón por el esfuerzo ascético, pero este esfuerzo por sí solo no inflama fácilmente el corazón. Muchos obstáculos cierran el camino. Esa es la razón por la cual, hace tiempo, los hombres, deseando ser salvados y experimentados en la vida espiritual, deseando ser movidos por la inspiración divina y sin abandonar su combate ascético, descubrieron otro medio de calentar el corazón. Nos han transmitido su experiencia. Ese medio parece simple y fácil, pero de hecho, no es sin dificultades que se llega al fin. Ese recurso, para alcanzar nuestro fin, es la oración interior que dirigimos, de todo corazón, a nuestro Señor y Salvador. He aquí cómo se la debe practicar: permaneced con vuestro intelecto y vuestra atención en el corazón, persuadidos de que el Señor está cerca y os escucha, y suplicadle con fervor: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mí, pecador”. 

Haced esto constantemente, ya sea que estéis en la iglesia, en casa, en viaje, en el trabajo, en la mesa o en el lecho, en una palabra, desde el momento en que abrís los ojos hasta que los cerréis para dormir. Será exactamente como si mantuvierais un objeto bajo el sol, pues se trata de manteneros vosotros mismos ante la faz del Señor que es el sol del mundo espiritual. Al principio deberéis fijar un momento bien determinado, por la mañana o la tarde, para consagrarlo exclusivamente a esta oración. Luego descubriréis que la oración comienza a dar su fruto, ella se apoderará de vuestro corazón y se arraigará profundamente en él.

Cuando todo esto se hace con celo, sin negligencia ni omisión, el Señor mira a su servidor con misericordia y enciende un fuego en su corazón; ese fuego demuestra con certeza que la vida espiritual se ha despertado en lo más secreto de vuestro ser y que el Señor reina en vosotros.

El rasgo distintivo de ese estado, en el cual el Reino de Dios nos es revelado, o bien -lo que es igual- en el cual la llama espiritual arde incesantemente en el corazón, es que el ser todo entero se concentra en su vida interior. Toda la conciencia se recoge en el corazón y permanece allí en presencia de Dios. Esparcimos ante él todos nuestros sentimientos, nos posternamos en su presencia con un humilde arrepentimiento, listos para consagrar toda nuestra vida a su solo servicio. El alma permanece en ese estado día tras día, desde el despertar hasta el momento de acostarse; ello se continúa a través de las diversas actividades de la jornada, hasta que el sueño cierra nuestros ojos. Una vez que este orden se estableció en nosotros, los desórdenes que dominaban nuestra vida en el pasado, cesan.

La impresión de insatisfacción y de frustración que nos turbaba antes de que esta llama espiritual fuera encendida en nuestro corazón, el vagabundaje del espíritu que debíamos soportar, todo ello cesa. La atmósfera del alma se aclara, se libera de nubes. Solo permanece un único pensamiento y un solo recuerdo, el pensamiento y el recuerdo de Dios. La claridad reina en nosotros y, en esta claridad, cada movimiento es necesario y apreciado según su valor en la luz espiritual que emana del Señor al que se contempla. Todo pensamiento malo, todo sentimiento malo que asalta el corazón, es perseguido victoriosamente desde su aparición. Si algo opuesto a Dios se desliza en nosotros a pesar nuestro, es rápidamente confesado con humildad al Señor, y lavado por el arrepentimiento interior o por la confesión exterior, de modo que la conciencia permanece siempre pura en presencia de Dios. En recompensa por toda esta lucha interior, obtenemos la audacia de aproximarnos a Dios en una oración que arde incesantemente en nuestro corazón. Ese calor constante de la oración es la verdadera respiración de esta vida, de tal modo que el progreso en nuestro peregrinaje espiritual se detiene cuando se extingue ese calor interior, igual que la vida del cuerpo se extingue cuando cesa la respiración natural.

Interioridad y calor del corazón


El mundo espiritual está abierto para aquél que vive en su interior. Permaneciendo en el interior de sí mismo, y contemplando ese otro mundo, se despierta poco a poco, un calor espiritual, que se hace sentir en el corazón y que nos incita a vivir en adelante en el interior y nos hace tomar conciencia cada vez más neta de la existencia de ese reino interior y espiritual. La vida espiritual madura bajo la acción recíproca de estas dos cosas: la interioridad y el calor del corazón. Aquél que vive en ese sentimiento interior de calor del corazón tiene su intelecto ligado y atado; pero el intelecto de aquél a quien falta ese calor, vagabundeará. Es por ello que, si se quiere vivir en el interior, se debe buscar ese calor del corazón; pero es necesario esforzarse también, mediante un intenso esfuerzo, por entrar y permanecer en el interior. He aquí por qué, aquél que busca permanecer recogido solamente en su cabeza, sin calor del corazón, trabaja en vano. Todo se dispersa en un instante.

Es necesario, pues, no sorprenderse si los hombres de ciencia, a pesar de todos sus conocimientos, pasan al lado de la verdad: ellos sólo trabajan con su cabeza.

El Arte de la Oración

martes, 6 de junio de 2017

Los signos del abrasamiento del espíritu.-Teófano el Recluso (1815-1894).


Felices en la esperanza, pacientes en la prueba, perseverantes en la oración” (Rom. 12:12). Tales son los signos del abrasamiento del espíritu. “Aquél que arde en espíritu trabaja con celo por el Señor. Espera de él la realización de sus esperanzas, supera las tentaciones que encuentra afrontando pacientemente sus ataques y llamando sin cesar en su ayuda a la gracia divina” (Ex Teodoreto). “Todas esas cosas sirven para mantener ese fuego, la llama del Espíritu” (San Juan Crisóstomo).

Felices en la esperanza”. Desde el primer momento del despertar del espíritu por la gracia, el pensamiento consciente del hombre, y sus aspiraciones, pasan de la criatura al Creador, de lo que es terrestre a lo que es celeste, de lo que es temporario a lo que es eterno. Es allí donde se encuentra su tesoro y allí también su corazón. No espera nada de aquí abajo, todas sus esperanzas están en el mundo por venir. Su corazón renuncia a todo lo que pertenece a este mundo, nada en él lo atrae ya, y él no espera ya ninguna alegría. Se regocija en los bienes que vendrán; ellos son los que espera firmemente poseer algún día. Este trasplante de los tesoros del hombre y de los deseos de su corazón, es uno de los rasgos esenciales del espíritu despierto y ardiente. Hace del hombre un peregrino que, sobre la tierra, busca su patria, la Jerusalén celeste. Tales deben ser las características de todos los cristianos que recibieron la gracia. Es por ello que el Apóstol prescribe también en otro lugar: “Si habéis resucitado con Cristo (es decir, si habéis sido despertados en el espíritu por la gracia de Cristo) buscad las cosas de lo alto, allí donde se encuentra Cristo, sentado a la diestra de Dios. Poned vuestro afecto en las cosas de lo alto, no en las de la tierra, pues estáis muertos y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios” (Col. 3:1-3). El Apóstol quiere decir, aquí, que vosotros estáis muertos para todas las cosas terrestres, creadas, temporarias.

Soledad, oración, meditación


Rechazad todo lo que podría extinguir esa pequeña llama que comienza a arder en vosotros, y rodeaos de todo lo que pueda alimentarla y transformarla en un fuego ardiente. Permaneced en la soledad, orad, reflexionad en lo que debéis hacer. La regla de vida, la ocupación, el trabajo que habéis adoptado cuando os encontrabais en la búsqueda de la gracia, son también ayudas poderosas para desarrollar en vosotros la acción de la gracia que comienza ahora a hacerse sentir.

Lo que más necesitáis en vuestro estado actual es soledad, oración y meditación. Vuestra soledad debe ser más recogida, vuestra oración más profunda, vuestra meditación más intensa. 

El Arte de la Oración 

viernes, 2 de junio de 2017

Las dos Puertas del Corazón.- Louis-Claude de Saint-Martin (1.743-1.803)



 "No olvides que en el corazón del hombre hay dos puertas: una inferior, por la que puede dar al enemigo el acceso a la luz elemental, de la que no puede disfrutar más que por este medio; la otra es la superior, por la que puede dar al espíritu que se encierra en él el acceso a la luz Divina que sólo se puede comunicar aquí abajo mediante este canal. Si, en vez de abrir la puerta superior para consolar al amigo que está encerrado contigo en tu prisión, abres la puerta inferior y dejas que entre en ti tu adversario, te conviertes en un campo de batalla en el que tu amigo fiel, ya en inferioridad de condiciones por el amor que te tiene, queda expuesto unas veces a un combate cruel y otras a ataques desgarradores, cuando ve que te declaras también contra él, y está siempre en una situación lamentable por el horrible vecindario que le has proporcionado y por la desgraciada necesidad que tiene, por tu negligencia o por tus crímenes, de permanecer junto a su enemigo y al tuyo, encontrarse encerrado en el mismo recinto, ver todos los días cómo te corrompe con su infección y estar obligado a respirar sus influencias pestilentes.

Piensa, en cambio, lo que ocurriría si, después de haber dejado que entre en ti este enemigo de toda verdad, abrieses de inmediato la puerta superior de tu ser y fuese la propia verdad la que bajase a ella, siguiendo su vertiente natural. Apartemos la vista de este cuadro o, por lo menos, no lo contemplemos más de lo que sea útil y necesario para acumular en nosotros una fuerza mayor que la que nos quedase todavía, después de los perjuicios tan grandes que ya le hubiésemos producido a nuestro fiel amigo. Invoquemos esta fuerza superior para que venga a unirse a la de este amigo fiel y a la nuestra, para que este poder triple caiga como un rayo sobre el predador y el funesto enemigo que hemos dejado entrar en nosotros, para que les haga volver a sus abismos y cierre después de un modo seguro esta puerta inferior que jamás deberíamos haber abierto.

Ésa es, en realidad, la obra del hombre nuevo durante su permanencia en el desierto: conseguir de lo alto una llave poderosa para atar al enemigo en sus cavernas tenebrosas, separar lo puro de lo impuro, como se le había ordenado a los hebreos, devolver la respiración del aire celeste y Divino a este amigo fiel, a quien el primer hombre hace respirar continuamente un aire infecto desde el crimen. Finalmente, es su misión arrancar de las manos del enemigo las partes de los tesoros Divinos y las chispas de la propia verdad que en otras ocasiones le hemos dejado robar, cuando hemos abierto imprudentemente nuestra puerta superior, si tomar la precaución de ahuyentar al enemigo a sus abismos y cerrarle con cuidado la puerta inferior.

Ésa es la labor que nos queda por cumplir desde que la debilidad del hombre primitivo dejó que entrase la iniquidad en nuestros dominios. Cuando él comió del árbol de la ciencia del bien y del mal, juntó, uno al lado del otro, a su ser que habitaba en la luz y a su adversario que moraba en las tinieblas. Ésta era la reunión monstruosa que quería impedir la sabiduría Divina, advirtiéndole que no comiese de este árbol de la ciencia del bien y del mal, que habría de darle la muerte. Lo que tenemos que hacer nosotros ahora es la ruptura de esa asociación, si queremos estar en condiciones de comer los frutos del árbol de la vida, sin cometer la más abominable de las profanaciones.

Lo repito: este último cuadro sería demasiado lamentable y demasiado desesperante para los que no tuviesen todavía los ojos, la edad y la fuerza del hombre nuevo, y no podrían considerar, sin peligro, las horribles prostituciones a que han estado expuestos los frutos del árbol de la vida, por la iniquidad de los mortales; pero el hombre nuevo se dedica especialmente a la expiación y la abolición de estas prostituciones. Por eso es por lo que no puede tener ni un solo momento de descanso, ya que el enemigo no sólo se defiende en todo momento, por miedo a volver a los abismos, sino que, por el contrario, siempre que puede, procura que le abran la puerta superior del corazón del hombre, para multiplicar cada vez más las abominaciones que acaban inundando la tierra, lo mismo que la inundaron antes del diluvio".

El Hombre Nuevo, 33